El 26 de mayo de 1874 en el
noroeste de Antioquia, municipio de Jericó, nació LAURA MONTOYA UPEGUI, hija de
Juan de la Cruz Montoya y Dolores Upegui. Su nombre fue escogido a suerte por
el sacerdote que la bautizó pocas horas después de su nacimiento. “Abriendo el
martirologio, eligió el primer nombre que se le presentó. Me nombraron Laura. Cuando
conocí que tal nombre se deriva de laurel que significa inmortalidad lo he
amado, porque traduce aquella palabra: con caridad perpetua te amé*.”
Hija de un tiempo difícil en
nuestro país, marcado por las guerras entre liberales y conservadores,
violencia que dividía familias y pueblos completos, tiñendo nuestra tierra con
la sangre del fratricidio inclemente que ha herido a Colombia y, se perpetúa
con matices diferentes pero igual de dañino y doloroso que siempre.
Pasó una dura niñez, perdió a su
padre a la edad de dos años, su madre y dos hermanos (Cermelita y Juan de la
Cruz), comenzaron a pasar necesidades y continuos éxodos para sobrevivir “la atmósfera
de pobreza, rayana en miseria, a que quedamos reducidas por el saqueo que
siguió a la muerte de mi padre y derrota de las fuerzas conservadoras, me marchitaron,
arrancando de mi alma de niña, las risas y el primer asomo de alegría que
comenzaba a despuntar fértil y hasta exagerado.” El color de su piel tampoco le
favoreció mucho, pues preferían a su hermana por ser de tez blanca.
Con todo, Laura descubre al leer
su propia historia, cómo la mano de Dios siempre estuvo con ella. “¡Dios mío! Sin
duda me sostenías sin que yo te sintiera, pues de lo contrario mi organismo
hubiera sucumbido”. A la edad de siete años, descubre la presencia de Dios a
partir de la observación de su obra creada. Se describe a sí misma como “observadora
de la naturaleza”, un hecho trascendente para ella al que llama “el golpe del
hormiguero” suscitó una nueva forma de ver la vida: un día mientras se
entretenía con un hormiguero, viendo el trabajo de las hormigas y jugando un
poco con ellas “¡fui como herida por un rayo, yo no sé decir más! Aquel rayo fue
un conocimiento de Dios y de sus grandezas, tan hondo, tan magnifico, tan
amoroso, que hoy después de tanto estudiar y aprender, no se más de Dios que lo
que supe entonces. ¿Cómo fue esto? ¡Imposible decirlo! Supe que había Dios,
como lo sé ahora y mucho más intensamente; no sé decir más.”
Profundamente marcó la vida de Lura
este suceso, tan simple por cierto, que se refiere a él como un momento
coyuntural en su vida: “Desde entonces, me lancé a ÉL, era precisamente lo que
buscaba, lo que mi alma echaba de menos. Mis lágrimas por no verlo eran amargas…
pero lo tenía. Hoy todavía siento deseos de gritar al recuerdo de esto y me
estremezco”. Su vida estará siempre marcada por el dolor, al que descubre como
dulce, vale decir, aunque ilógico se escuche, un dolor indoloro.
Deseosa de ayudar a su madre en
el sostenimiento del hogar, estudia en una escuela normal con el fin de hacerse
maestra y con el sueldo solventar algunos gastos básicos. Muy joven comienza a
ejercer como maestra en la normal de Amalfi (1894), su preocupación desde
siempre como doscente católica, fue inculcar el amor a Dios en sus alumnas. “mi estreno en
el magisterio fue casi un desastre porque no conocía la manera de manejar las
gentes y creía que todos ardían en el deseo sincero de amar a Dios, haciendo de
esto el único objeto de su vida, como lo era para mí. Me empeñé en hacer de mis
discípulas unas amantes locas de Dios. ¡Pobre de mí, cuantos chascos había de
pasar!”
Su servicio en el magisterio de
Antioquia es sin duda muy significativo, llegó a ser maestra estatal en varios
municipios logrando gran prestigio, acudían a sus cuidados niñas de la alta sociedad
medellinense y antioqueña. Fundó con una prima el colegio La Inmaculada en
Medellín, de reconocido renombre en la ciudad y el país. También tuvo muchos
contradictores, por lo cual no faltaron críticas y calumnias que la llevaron al
desprestigio social, cosa que nunca alteró su radical fe, por el contrario
fortaleció su carácter para la obra que el Señor le tenía preparada. En estos momentos difíciles de su historia
compone su famosa obra “Carta abierta”
escrita por orden del Vicario General de la arquidiócesis, con el fin de
defender la educación católica de los ataques que le hacían en la novela “hija
espiritual” del doctor Alfonso Castro.
Toda su vida estuvo marcada por
la absoluta obediencia a la Iglesia, se sometía minuciosamente a las órdenes de
sus confesores y directores espirituales, viendo en sus consejos la voluntad del mismo
Dios. Por mucho tiempo sufrió, puesto que ningún sacerdote se quería hacer cargo
de su dirección por la altura de su espiritualidad, le llegaron a recomendar: “Dígale
resueltamente a Dios: ya que no me hiciste nacer en tiempo de San Francisco de
Sales, hazme nacer ahora un San Francisco de Sales porque lo necesito”. Deseó con
todo el corazón hacerse monja carmelita, cuyo propósito persiguió por muchos
años pues deseaba morir arrobada de amor en una celda del Carmelo, cosa que no estaba en los planes del Divino Señor
que haría de ella la más insigne de las misioneras de los indios y campesinos.
Sin pretensión alguna de fundar
una nueva comunidad, descubrió el descuido de las almas de los indios
incivilizados y se esforzó por llevarles el Evangelio como maestra de indios en
el occidente de Antioquia. Contó con el apoyo decidido de monseñor Maximiliano
Crespo, obispo de Santafé de Antioquia, a quien siempre consideró como padre de
la congregación. La obra misionera comenzó como un pequeño grupo de maestras
deseosas de llevar la fe a los infieles, pero fue tomando la forma de
congregación con el paso de los días.
Antes que religiosas fueron
misioneras, “habíamos renunciado a todo, absolutamente a todo lo que según las
leyes de la más acendrada perfección se puede renunciar, por conseguir la
salvación de esas pobres almas. Casi todas habíamos sentido atractivo por la
vida religiosa y habíamos renunciado a ella por buscar y salvar a los indígenas,
y esto lo habíamos hecho con abandono total de nuestro porvenir. Si después por
voluntad expresa de los superiores, fuimos religiosas, nos vino muy bien. Pero fue
generosidad exuberante de Dios, quien nos recibió el sacrificio y luego nos
dio, con las almas que buscábamos, la vida religiosa como corona de fortaleza
para que no desmayáramos. Esta gracia reforzó el espíritu de apostolado y dio
estabilidad a la obra.”
La obra de Dios con los indios se
fue forjando en tierras colombianas por la mano delicada de la robusta Laura
Montoya, la paisa intrépida que amó a Dios sobre todas las cosas y por cuyo
amor sentía un profundo dolor de saber perdidas las almas de los indios. Con el
Evangelio llevaba Laura y sus misioneras a los salvajes, el conocimiento de Dios
su padre, de su dignidad y derechos. Los
métodos usados en la evangelización lograron que una mujer alcanzara lo que la
espada conquistadora malogró, al querer imponer con sangre la Cruz de Cristo,
confinando a los salvajes al miedo y desprecio de un Dios que les trajo a sus
verdugos para matarlos. La sencillez y respeto a la cultura de los indios logró
hacer que el Evangelio brillará con fuerza en las selvas colombianas y del
mundo.
La Madre Laura, nos ha enseñado
con su testimonio y escritos que el Evangelio lejos de alienar las culturas las
embellece como la miel a las piedras preciosas y hace que la humanidad se
revista de su total dignidad: “para vestir a los indios es necesario civilizarlos
y para civilizarlos es necesario arrancarles casi el corazón con todos sus
afectos a raza, antepasados y tradiciones… Ellos, a través de los años, han
dado el espectáculo de preferir cuevas, la miseria y la vida de las fieras, a
ceder en lo de sus tradiciones, usos y costumbres, ¡cuando se les quiere
imponer a la fuerza! Por eso se han destruido a fuerza de intemperie y miseria,
por no perder su independencia y sus tradiciones. Es que eso es muy humano y
los que pretenden arrancarles estas cosas a la fuerza, sobre crueles son
irracionales… ellos no eran fieras cuando vino la raza blanca a América; los
volvieron fieras los tratamientos irracionales de muchos ignorantes que no
entendían el modo de ser del corazón humano, por eso el único medio de llevar
los infieles a Dios es la caridad y la delicadeza”.
La obra de la Madre Laura fue autorizada oficialmente por la
Iglesia en 1916, el primero de enero de 1917 realizó la profesión religiosa en
la comunidad que el Señor mismo le fue inspirando, las Misioneras de la
Inmaculada y Santa Catalina de Siena. Murió santamente el 21 de octubre de 1941
a la edad de 75 años.
La Madre Laura es testimonio grandioso para el pueblo colombiano
y la Iglesia universal. Algunas de sus obras: Historia de las misericordias de
Dios en un alma (autobiografía), Aventura de Dabeiba, Voces místicas de la
naturaleza, manojitos de mirra, Lampos de luz; son legado precioso que bien
merece ser conocido y difundido. Laura Montoya en Colombia como Teresa de Jesús
en España se eleva como estandarte para mostrar a la humanidad la misericordia
sin límites de Dios, que se muestra al mundo en el temple de unas mujeres que
contra hostilidades violentas salieron triunfantes por gracias de Dios. Fr. Sidifredo + OFMConv.
* Lo
que se encuentra en comillas ha sido tomado de la Autobiografía de la Madre
Laura Montoya, publicada en 2011 por la editorial Testimonio.