jueves, 17 de junio de 2010

LLAMADOS A LA SANTIDAD

Sed santos, pues YO el Señor soy santo (Lv. 19,2)

El primer relato de la creación del libro del Génesis, narra cómo Dios crea al ser humano a su imagen y semejanza, el hombre es presentado como culmen de la creación. En el segundo relato (quizá más antiguo, de tradición Yavista), se presenta a Dios como un alfarero, que con delicadeza forma con sus manos al ser humano y luego sopla su aliento (Ruah, en hebreo). Mucho ha sido dicho de estos textos, pero centremos nuestra atención en algo particular a los dos relatos.

En ellos se puede descubrir a un Dios cercano, que detie
ne su mirada en el ser humano y lo colma de una gracia tan sublime, la cual los escritores sagrados saborean y pintan en sus relatos con palabras como: “y dijo Dios, hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, … y tomó Dios polvo de la tierra y formó al hombre … luego sopló en sus narices…”(Gn. 1-2). Quien pinta con palabras esto, sabe que tiene un Dios grande y poderoso, creador de todo, santo, perfecto, pero descubre que siendo nosotros sus criaturas, llevamos en nuestro ser, pues así lo dispuso él, su imagen y semejanza, su Ruah que nos mueve.

Así pues, podemos leer con esta lupa el texto del Levítico, en el cual se llama al pueblo a la santidad. Tal llamado es imperativo “sed santos”, pues estamos capacitados para hacerlo. El Señor no exige algo que exceda nuestras fuerzas, nos pide ser lo que somos, su imagen y semejanza, nos pide actuar según su voluntad y para eso nos da su aliento. Ante esto no podemos excusar nuestra vida de pecado en la fragilidad humana, si bien, somos barro, es decir debilidad, no por ello somos pecado.

Somos fragilidad insuflada de fuerza (Ruah), somos polvo de la tierra moldeados
a su imagen y semejanza, que cediendo a la tentación caemos en pecado y desfiguramos lo que en esencia somos. Para recordarnos su amor y motivarnos a volver a él, nos ha enviado a su Hijo, en quien se ha dado la unión de lo humano con lo divino. En su encarnación, hemos podido contemplar, que Dios tiene un rostro, no parecido al nuestro, sino que nuestro rostro se parece al de Dios, pues así nos ha moldeado. De esta manera, ya no podemos decir que el llamado a la santidad sea el susurro de Dios a unos cuantos elegidos, sino el grito penetrante a vivir como somos, imagen y semejanza de un Dios que es amor.

En el cuarto evangelio (Juan), se repite el acto creador y, Cristo resucitado sopla sobre sus discípulos el Espíritu Santo, quien ha sido enviado para que nunca olvidemos lo que somos y nos conduzca hasta el Padre. A lo largo de ocho siglos, nuestra Orden de Hermanos Menores Conventuales, ha querido mostrar al mundo la grandeza de ser humanos, distinguiéndose entre nuestros hermanos grandes santos que en su teología y su vida nos han enseñado el valor supremo de vivir nuestro ser de criatura con alegría y responsabilidad, pues somos imagen y semejanza del Sumo Bien.

Al mirar la vida de tantos hombres y mujeres de nuestra
gran familia franciscana, debe surgir en quien emprende el seguimiento del señor en esta orden, una gran responsabilidad frente al proceso personal de conversión, pues somos herederos de un gran legado de santidad, por esto, es muy – vergonzoso que nos conformemos con solo narrar las grandezas de nuestros santos hermanos – (Cf. Adm. 6). Todos los días debemos comenzar de nuevo, como nos dice nuestro padre Francisco. Todos los días debemos revisar nuestra vida y no permitir que nuestros pasos se desvíen de la senda de la paz y el bien; María inmaculada, modelo de humanidad nos acompañe en este caminar hacia la cristificación. Fr. Sidifredo Chaparro OFMConv.